1

2

image


Lección Inagural 2007 Caminos de Paz, Caminos de Desarrollo


Luis Guillermo Solís Rivera


Instituto Tecnologico de Costa Rica. Cartago, febrero 2007


INTRODUCCION


Agradezco profundamente al Instituto Tecnológico de Costa Rica el honor que me ha conferido al permitirme compartir con ustedes estas reflexiones en ocasión de la apertura del curso lectivo del año 2007. Hacerlo, además, en torno al tema de la paz y su incidencia en el desarrollo, constituye para mí una oportunidad extraordinaria para recoger y ordenar ideas largamente maduradas a lo largo de los años, tanto en mi vida académica como política y diplomática.

Quisiera iniciar mi presentación haciendo un homenaje al Instituto Tecnológico de Costa Rica, a su Consejo Universitario, Rector y comunidades académica, administrativa y docente, por su decisión de tomar el liderazgo de las universidades públicas costar- ricenses en la lucha contra el Tratado de Libre Comercio (TLC). Aunque sé que en esa materia no hay unanimidad en ninguna parte, quienes hemos tomado posición frente a este tratado como la culminación de un proceso que, de ser exitoso, llevaría de manera irrevocable e irreversible al fin de la llamada “vía costarricense al desarrollo”, vemos en la actitud del ITCR un ejemplo de consecuencia y firmeza. En particular quiero expresar al señor Rector, Dr. Eugenio Trejos, y en su persona a todos quienes le apoyan en esta lucha nacional contra el Tratado y los intereses inmensos que lo propician, mi solidaridad personal así como el abrazo fraterno del Frente de la Universidad de Costa Rica contra el TLC que recién hemos creado en ésa Casa de Estudios siguiendo el auspicioso ejemplo del ITCR. Señor Rector, señoras y señores miembros del Consejo, amigas y amigos: “en La Lucha estamos, de La Lucha no salimos”.


LA PAZ Y CARTAGO: TRES LECCIONES APRENDIDAS

Mi familia es cartaga por los cuatro costados, o mejor dicho, es cartaga por tres costados y “cartaga por adopción” por el cuarto costado. En efecto, mi abuelo paterno nació y se crió en Tres Ríos, mis padres nacieron y se criaron en Turrialba, y mi familia materna, originalmente venida de Jamaica, se afincó en Turrialba también y allí, en me- dio de penurias y alegrías, echó raíces. El hospital de Turrialba lleva el nombre de mi tío abuelo, William Allen, y en la ciudad de Cartago viven Riveras, Solanos y Villanuevas, todos de alguna forma vinculados a la progenie de mi bisabuela, doña María Taylor.


Digo esto porque mi experiencia familiar es muy parecida a la de la mayoría de

ustedes, cartagos o no, que nacimos en familias principalmente de orígenes campesinos

image

Lección Inagural 2007 Caminos de Paz, Caminos de Desarrollo 3

o al menos de extracción pequeño-empresarial, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Es probable que nuestros abuelos y bisabuelos, salvas sean las excepciones, fuesen hombres y mujeres ligados al campo o a los oficios urbanos, artesanales en la mayoría de los casos, que quizá en algún momento de los años 1920 y 1930 terminaron convertidos –como mi abuelo Luis Solís Garita, en ese entonces aprendiz de zapatero- en peones de la Compañía Bananera, o de las fincas de cafés de los alrededores de San José, Cartago o Heredia. Nuestros ancestros más cercanos -¡no digamos ya los más remotos!- eran en su inmensa mayoría gentes buenas, honradas, trabajadoras pero sin educación formal más allá de la escuela primaria; vivían en un país con pocos servicios públicos de buena calidad; estructuralmente desigual (lo de “igualiticos” es un verdadero cuento chino); en donde las muertes infantiles por desnutrición y la parasitosis no extra- ñaban a nadie; y francamente sabían poco de su entorno internacional salvo en casos excepcionales de guerra o crisis económica que inevitablemente afectaba su calidad de vida.

Y también vivían “en paz”. Es decir, pobres, pero bajo las reglas de un sistema de dominación en el cual la turbulencia propia de otros Estados vecinos no era la regla. Formaban parte de una sociedad donde el conflicto político (no la violencia doméstica, que entonces al igual que ahora era brutal) bien que mal se había logrado canalizar por medio de instituciones relativamente legítimas y eficaces Instituciones cuyo “pedigree” se había puesto a prueba y había sobrevivido los avatares del año 1889, así como las sucesivas crisis del liberalismo hasta su transición en los años 1940.

Después vino una década de violencia que culminó con una guerra civil en 1948. De allí pudimos haber salido muy mal librados, pero afortunadamente el general triun- fador de aquella conflagración abolió el ejército; desconcentró la administración pública; preservó y amplió la Seguridad Social; entendió el entorno geopolítico en que vivía y con ello consolidó el Estado Benefactor, modelo que permitió a Costa Rica desarrollarse con grados de estabilidad sin precedentes en la historia de América Latina.

De esta experiencia nacional cabe rescatarse muchas lecciones, pero quisiera proponerles tres que a mi juicio permiten entender muy bien algunas de las principales tesis que conforman el debate teórico más contemporáneo sobre la paz, su naturaleza, y su significado para las sociedades posmodernas del siglo XXI.

La primera lección es que la paz implica la ausencia de guerra (o de la violencia en un sentido más general) pero no puede ni debe definirse sólo por la ausencia de éstas. Más allá de los casos verdaderamente catastróficos en donde un régimen político impone “la paz de los cementerios”, lo cierto es que hay muchos otros en donde no habiendo guerra existe sin embargo una generalizada y ofensiva violencia estructural que, pasiva o manifiesta, impide a la gente vivir en paz. En verdadera paz.

Una de las mayores tragedias de la América Latina de nuestros días, por ejemplo, radica precisamente en este fenómeno: con excepción de Colombia ya las guerras intes- tinas no agobian a los países de esta región, y sin embargo éstos se cuentan entre los más violentos y desiguales del mundo. Nuestra América vive sin guerra pero no vive en paz. Peor aún, nuestra América ganó la guerra y está perdiendo la paz.

4 Luis Guillermo Solís Rivera

image


La segunda lección es que la paz no es fruto de la suerte sino de los delibera- dos actos y esfuerzos de las colectividades humanas. Hay factores como la ubicación geográfica, la posesión recursos naturales de tipo estratégico, o la pequeñez que pueden volver a un país más vulnerable a las ambiciones de otros. La pobreza, la lejanía de los centros de poder, o la prodigiosa bondad de las fuerzas supernaturales, puedan hacer que una nación pase inadvertida en la historia. Sin embargo, generalmente la paz ver- dadera es el resultado de decisiones que adoptan los pueblos y sus dirigentes. Es decir, la existencia de la paz requiere de decisiones políticas y por lo tanto convoca a la acción no a la pasividad.

No deja de ser paradójico, por ello, que en ocasiones haya que pasar por la vio- lencia para llegar a la paz. Esto coloca el debate al filo de aquella conocida admonición de Gandhi sobre la imposibilidad de alcanzar fines buenos utilizando medios espurios, pero también reconoce que la naturaleza “intrínsecamente política” de la paz conlleva el enfrentamiento La tercera lección es que la paz no existe en el vacío; la paz no es una abstracción. La paz sólo existe como un fenómeno histórico e integral que tiene como sustento el bienestar del mayor número. Para los místicos, la paz es ante todo un estado espiritual, una condición que se alcanza por medio de grados crecientes de perfecciona- miento individual que dotan a la persona que los posee, de niveles superiores de sintonía con las fuerzas del Universo. De ninguna manera desmerezco tal entendimiento. Sin embargo, la evolución de la sociedad humana de las últimas décadas (y especialmente después de la II Guerra Mundial) pareciera constatar la necesidad de un enfoque más integral, más solidario, más sensible a las realidades de miles de millones de seres hu- manos que demandan y tienen derecho a condiciones dignas de vida que la sociedad postindustrial, hiperglobal y consumista se niega tercamente a darles.

En efecto, hoy no se puede entender la paz desasociada de la justicia, de la de- mocracia (de toda la democracia, sin apellidarla); en una palabra, del Desarrollo Humano Sostenible del cual la paz es, al igual que los demás, un factor indispensable. Hablar de paz en el comienzo del siglo XXI, por lo tanto, remite a un concepto totalizador en donde las potencialidades humanas se asumen tanto como derechos individuales inalienables, como garantías sociales que se extienden más allá de los Derechos Humanos fundamen- tales, asentándose firmemente en valores como la equidad, la inclusión, la solidaridad, y el derecho de los pueblos a vivir en un ambiente sano y sostenible.


PAZ EN LA GLOBALIZACION

Resulta más que evidente, a la luz de las lecciones que acabo de presentar, que la historia de Costa Rica ofrece algunas pistas que pueden resultar útiles para contex- tualizar el desafío que tenemos por delante. Sin embargo hay un mundo más allá de Costa Rica. Un mundo del cual nunca hemos estado ajenos aunque siempre nos hemos hecho la ilusión de que no nos afectaba. Un mundo que hoy posee recursos nunca antes disponibles para conectarnos con realidades que resultaban impensables tan sólo hace unos pocos años.

Yo no reniego de la globalización como fenómeno histórico. Creo que es una

image

Lección Inagural 2007 Caminos de Paz, Caminos de Desarrollo 5

necedad –para no decir una tontería- seguir pensando que es posible devolver el reloj de la historia. Los avances de la ciencia y la tecnología son, con sus beneficios y perjuicios, parte de un patrimonio que la humanidad acumula y que difícilmente pueden ignorarse.

Quizá sea la edad, quizá mi profesión de científico social, o incluso el hecho de que soy padre de seis hijos e hijas todos menores de 23 años que no tendrán otra opción que vivir en este planeta, pero me resisto seriamente a la idea de que ellos y ellas vivan en un mundo de comunas autosuficientes, cerrado a las influencias externas, y dominado por un miedo irracional (y propio de los pueblos del bajo medioevo) al nuevo conocimiento. Pienso que lo mejor que pudo haberle pasado a las actuales y futuras generaciones es vivir en un tiempo histórico en donde los adelantos científicos son tales, que existe al menos la posibilidad –que no existía antes- de ponerle fin a muchas de las miserias que la humanidad hubo de padecer desde la aparición del Homo Erectus sobre la faz de la Tierra.

Digo esto porque no quiero dar la impresión posteriormente de ser un “globalofóbi- co” irredento, de esos que son estereotipados por los medios de comunicación como bichos raros que se niegan a aceptar lo evidente.

Ahora bien, entre aceptar la globalización como fenómeno histórico, y aceptar los efectos de la globalización y los “nuevos equilibrios” que ha producido, hay un abismo inmenso. También un abismo inmenso separa la admisión de que la globalización tiene efectos políticos y económicos, y el reconocimiento ético de que tales efectos son im- plícitamente buenos e inevitables y deben por lo tanto admitirse de manera acrítica y pasiva.

Estimo que el orden internacional surgido tras el fin de la Guerra Fría no sólo no ha hecho que el sistema mundial se vuelva más estable y seguro, sino que peor aún, ha exacer- bado una serie de tendencias que, siendo muy antiguas, habían al menos sido neutral- izadas por la existencia de los grandes bloques geopolíticos y la permanente amenaza de la destrucción termonuclear. Esta realidad, que se ha visto vívidamente ilustrada por los conflictos en la Antigua Yugoslavia y más recientemente en Afganistán e Irak, remiten a un mundo fraccionado y anárquico, dominado por el unilateralismo y la arbitrariedad, crecientemente incapaz de respetar la autoridad de las Naciones Unidas, y sometido a todo tipo de abusos e imposiciones de facto por parte de fuerzas privadas, ya sean éstas las grandes corporaciones transnacionales, las organizaciones terroristas, o las más di- versas manifestaciones del crimen organizado.

En ese contexto, en el cual se han multiplicado los conflictos locales y se es- tán produciendo nuevos holocaustos (en Darfur, en el Sudán, por ejemplo) hablar de la paz como uno de los elementos del que ampulosamente Francis Fukuyama alguna vez llamó el “fin de la Historia”, me parece en todo sentido equivocado e incluso, perverso. Deseo subrayar que en lo personal me molestan mucho los desplantes nucleares de la teocracia iraní o del corrupto régimen de Corea del Norte; también desconfío de las fintas entre la India y Pakistán; de los chantajes de Israel y de las intenciones de Hamás; de las fábricas de AK-47 y la compra de misiles de Hugo Chávez; del matonismo de los serbios respecto de Kosovo; de los vínculos entre el islamismo radical y el régimen dictatorial

6 Luis Guillermo Solís Rivera

image


sirio; y, por supuesto, de las declaraciones de Daniel Ortega (quien no tiene autoridad moral para criticar casi nada), cuando invoca la presunta existencia de un poderoso ejér- cito en Costa Rica, para justificar su falta de voluntad para destruir los misiles SAM -7 que se encuentran en posesión de las fuerzas armadas de Nicaragua.

Debo decir, empero, que no me molestan menos los matonismos de George Bush y sus muchachos; ni desconfío menos del Consejo de Seguridad de las NNUU cuyos cin- co miembros permanentes son también los mayores exportadores de armas del mundo; de la campaña de rearme estratégico del Japón; de la hipocresía de Tony Blair al criticar la ejecución de Saddam Hussein por “inhumana” mientras avaló la invasión de Irak con sus centenares de miles de muertos inocentes; de la inacción de la Unión Europea frente a las matanzas en Darfur o la situación en los Grandes Lagos de Africa; de la actitud del régimen ruso en Chechenia, Georgia o Ucrania; o, por supuesto, del discurso militarista y arrogante del presidente Álvaro Uribe durante la última reunión del Círculo de Montevi- deo en ocasión de su balance sobre la situación de la guerra en Colombia. En general no le creo al Pentágono (ni a los chinos cuando dicen que no tienen intenciones de “mili- tarizar el espacio sideral”); ni tampoco confío en las promesas de quienes no recetan el libre comercio como el fin de todas nuestras trifulcas.

En síntesis, el mundo global es el que es, pero ciertamente lo peor que podría- mos hacer es cometer el error de admitirlo así, sin más, y someternos a la dictadura del pensamiento único que parece acompañar al debate en torno a las nuevas circunstan- cias que condicionan al sistema internacional. La única manera de sacarle provecho al momento histórico único en que vivimos, es utilizando los espacios que han abierto los portentosos avances tecnológicos, para, humanizándolos, convertirlos en verdaderos in- strumentos de progreso humano para la mayor parte del mundo que hoy vive “desgajado” de las autopistas de información.

Siento a este respecto, que hablar hoy de paz y, más aún, que hablar de la paz del futuro, tiene y tendrá mucho que ver con la aparición de mecanismos de acceso y dis- tribución de los beneficios de la globalización y por lo tanto, de las nuevas formas que se encuentren para reordenar el poder mundial. Eso obliga a un replanteamiento del viejo debate en torno al Estado.


EL ESTADO Y LA PAZ: HACIA UN ORDEN MULTILATERAL MÁS PERFECTO


Sea cual fuere la definición que se use para caracterizarlo, el Estado ha sido un actor central en la historia de la paz y de la guerra en el mundo. Entidad suprema de organización política desde miles de años antes de Cristo (recordemos que fue en las civilizaciones ribereñas de Asia, África y el Medio Oriente adonde el Estado vio la luz asociado a la construcción de las grandes obras de infraestructura necesarias para con- trolar las aguas del Ganges, el Nilo, el Yangtzé, el Tigres y el Éufrates), el Estado fue el centro neurálgico de la toma de decisiones políticas una vez que las civilizaciones fueron capaces de producir excedente, acumularlo, y generar con éste recursos de poder sufi- cientes para imponerse sobre sus vecinos.

Lección Inagural 2007 Caminos de Paz, Caminos de Desarrollo 7

image


La experiencia “occidental” con el Estado, mucho más acotada que la descrita, encuentra sin duda en la experiencia de la América Precolombina un antecedente fun- damental. Nadie puede dudar a estas alturas de la potencia de las unidades estatales precolombinas, ni de los inmensos recursos de poder desarrollados en la Europa antigua por griegos y romanos e incluso algunos de sus predecesores como por ejemplo los cretenses de la civilización minoica.

Es sin embargo la aparición del Estado Nación occidental a mediados del siglo XVII el que marca el punto de inflexión fundamental en la historia de esta formación política en el tanto significó, por primera vez de manera clara, la aparición de un sistema de rela- ciones internacionales que, signado por el uso de la fuerza, se constituyó en el referente obligatorio para entender la evolución de los esfuerzos por la paz universal.

No voy a hacer aquí un relatorio sobre la historia del Estado Nación pero sí quisiera recordar que si bien es cierto fueron los Estados los responsables de casi todas las guer- ras de los últimos quinientos años, también fueron los Estados quienes les pusieron fin. Esta dualidad, tanto más tenebrosa cuanto esperanzadora, ha sido una constante en la historia del mundo y continuará siéndolo todavía por mucho tiempo, pese a las profecías que periódicamente hacen quienes predican el advenimiento del orden global definitivo. Si se aceptara esta premisa, la de la centralidad del Estado Nación en la aparición, extensión y perfeccionamiento de la guerra pero también en su término, habría entonces que plantearse –como lo hicieron los filósofos (recordemos a Immanuel Kant) desde me- diados del siglo XVIII- la necesidad de regular sus acciones por medio de entendimientos más amplios que los definidos por el marco territorial de éstos. Habría que pensar en la

opción multilateral.

Ese es, ciertamente, el fundamento político que sustenta a las Naciones Unidas y a las demás instituciones multilaterales: el convencimiento de que la única forma de evi- tar la hegemonía de una o varias potencias, de uno o varios ejes nacionales capaces de llevar al mundo a una conflagración definitiva en la era del poder nuclear, es mediante la instauración de regímenes internacionales de tipo multilateral crecientemente perfectos.

Semejante aspiración ha sido a todas luces muy difícil de concretar, y sólo en tiempos muy recientes (las NNUU tan sólo superan los 60 años de edad) ha sido posible contar con mecanismos legales y políticos capaces de poner algunos límites a la capaci- dad de algunos Estados para imponer su voluntad de manera arbitraria y unilateral sobre el resto de la comunidad internacional.

Digo “algunos límites” y no “límites” a secas, porque resultaría ingenuo pensar, en los años posteriores al 11 de setiembre del 2001, que las Naciones Unidas disponen de la capacidad y la autoridad para desafiar, por ejemplo, a potencias globales como los EEUU, China o Rusia cuando éstas determinan un curso de acción (militar o no) para la consecución de sus objetivos particulares. Ello también es cierto, y así lo atestiguan los desafíos recientes que las potencias medianas o emergentes han planteado en materia de desarrollo nuclear, en lo que toca al resurgimiento de los conflictos étnicos, religiosos y nacionales en amplias regiones del llamado “Tercer Mundo”. En este sentido, estamos lejos todavía de poder garantizar la existencia de un orden multilateral adecuado a las

8 Luis Guillermo Solís Rivera

image


exigencias del momento en que vivimos. Más aún, no existen garantías de que ello sea posible en el corto o mediano plazo ni que exista voluntad política de parte de las princi- pales fuerzas estatales del mundo para lograrlo.

No obstante lo anterior, existe un consenso sólido entre la comunidad de expertos sobre la inevitable conveniencia del orden multilateral como piedra angular de los esfuer- zos mundiales por la paz. Sin este orden multilateral, sin organizaciones capaces de tu- telar el Derecho Internacional e incluso de imponerlo por la fuerza allí donde los Estados Nacionales se empeñen en violarlo, constituye una de las pocas esperanzas de las que dispone la raza humana para evitar un holocausto definitivo.

Este convencimiento, que comparto, ha sido rebatido desde siempre por los fa- vorecedores de los enfoques llamados “realistas” de las relaciones internacionales, para quienes, como Henry Kissinger por ejemplo, la única garantía para la existencia de la paz mundial es la coexistencia de múltiples polos de poder “virtuoso”, capaces de equilibrarse unos a otros a partir de recursos de poder más o menos comparables. Tal valoración podría resultar atractiva si no fuera por el hecho que, contrastada con la historia, siempre ha llevado a grandes conflagraciones resultado precisamente de la ruptura inevitable de aquellos precarios equilibrios. Equilibrios que se empiezan a desequilibrar desde el mo- mento mismo en que aparecen por la natural tendencia de los “iguales” a diferenciarse a partir de la adquisición de mayores recursos de poder.

En cualquier caso me parece obligatorio reiterar, desde un paisecito como Cos- ta Rica, que la paz internacional difícilmente podrá garantizarse fuera del marco de un sólido multilateralismo. Y ello conlleva afirmar el principio de la igualdad jurídica de los Estados así como el rechazo a todo uso o amenaza del uso de la fuerza en las relaciones entre éstos.

EN EL SIGLO XXI, LA PAZ ES RESPONSABILIDAD DE TODOS

Una de las grandes diferencias de nuestra era con respecto a las anteriores es que, si en otras la paz y la guerra eran fruto de los gabinetes diplomáticos y de las al- tas esferas del gobierno y las agencias de seguridad, hoy tanto la guerra como la paz constituyen fenómenos en los que inciden, en tiempo real, las sociedades la gente, los factores ciudadanos. Valga decir, si bien todavía hoy son los Estados los que llaman a la guerra y los que firman la paz, han aparecido espacios crecientes de incidencia de la ciudadanía activa que, más informada y articulada por los portentosos avances de la tec- nología, tiene una capacidad sin precedentes para hacerse escuchar por los tomadores de decisión en cualquier capital de planeta.

Esta condición extraordinaria, tanto más cuanto se produce en un momento en que resurgen todo tipo de conflictos regionales y en un marco de unilateralismo creciente, conlleva para todas y todos nosotros, ya no sólo para los líderes de las naciones, una responsabilidad inmensa pues nos convoca a grados superlativos de participación y sen- sibilidad frente a los fenómenos mundiales.

Y por supuesto que al hablar de “fenómenos mundiales”, no podemos limitar- nos a aquellos propios de la política, como podría ser la guerra si admitiésemos, con von Clausewitz, que la guerra no es otra cosa que la política seguida por otros medios.

Lección Inagural 2007 Caminos de Paz, Caminos de Desarrollo 9

image


Otras realidades como el cambio climático o las pandemias (la actual de VIH/SIDA o una venidera de influenza) constituyen hoy campos fértiles para la acción internacional. En ellas también todas y todos nosotros tenemos que hacer oír nuestra voz y ejercer nuestra ciudadanía global.

Pienso a este respecto que vivimos tiempos difíciles pero también esperanzadores. Tiempos de desafío pero también de oportunidad. Tiempos de miedo pero también tiem- pos de optimismo.

Costa Rica es un país cuya historia convoca a un activismo internacional basado en principios e ideales de paz y de cooperación. Ha sido nuestra experiencia la de un pueblo que, desarmado por voluntad propia, ha visto en el Derecho Internacional su me- jor defensa frente a la amenaza de la guerra, y en el orden multilateral la garantía de un futuro signado por la concordia. En este sentido, no es concebible que nuestra política exterior pueda marchar alejada de tales aspiraciones y más bien, como lo ha señalado bien el Canciller Bruno Stagno, debería perfeccionar los instrumentos a su disposición para potenciarlas en un marco de creciente universalismo. En efecto, Costa Rica debe decir sí al diálogo de civilizaciones y debe sumarse activamente a la búsqueda de un consenso mundial en torno a la protección del ambiente.

Dice la carta constitutiva de la UNESCO que si queremos la paz, debemos pre- pararnos para la paz. Esta sentencia, proclamada como opuesto a aquella otra de los romanos que predicaba todo lo contrario (Si vis pacem, para bellum) debería ser sin duda la marca indeleble de nuestro tiempo. Si no nos preparamos para la paz, si no con- struimos la paz y si no la buscamos afanosamente, es probable que nuestra especie no sobreviva. Y ese Apocalipsis, que quizá no sea inevitable, es un camino que como todos los caminos empieza con el primer paso de quien lo ande. Nosotras y nosotros, estamos llamados a darlo de inmediato.

San Pedro del Mojón, 13 de febrero del 2007